18.12.18

Chan, por José Fraguas



Cuando el señor Li tuvo a su primera hija se entristeció un poco porque deseaba tener un varón. De todos modos le puso un nombre poético: Chan Chan, “susurro”. Pero fue un presente griego porque cuando, algunos años después la familia Li emigró a Argentina en busca de mejorar su economía, el delicado nombre de su hija se convertiría en una herramienta de tortura en manos de sus nuevos compañeritos de colegio que no paraban de llamarla “chan chan” imitando el sonido de los últimos acordes de los tangos.
El señor Li encargó la carta astral lunar de Chan y leyó con agrado que los astros auguraban que su hija podía hacer prosperar la fábrica de fideos familiar. Pero desde muy chica, Chan sentía que su mundo no era el de los negocios. Disfrutaba dos cosas: cuidar niños y acompañar a su abuela a ceremonias religiosas. Cuando muchos años después descubrió que en la época en que ella nació los relojes habían sido adelantados por el horario de verano, volvió a hacerse la carta y se sintió confirmada cuando supo que Júpiter la inclinaba más bien a lo espiritual e inmaterial.
Chan tomaba con extrema seriedad el cuidado de sus numerosos primos, a quienes se pasaba cambiando y transportando aunque fueran apenas un poco más chicos que ella. Se ocupaba también de su hermanito, que nació dos años después que ella para alegría de sus padres que le pusieron Shaiming, “luz del sol”. Aunque estaban casi todo el tiempo en la fábrica, el señor y la señora Li seguían muy de cerca el crecimiento de su hijo y destacaban la capacidad de Chan para cuidarse sola.
Los hermanos terminaron la escuela primaria y cursaron la secundaria en Argentina. A Chan le iba mejor pero los logros de su hermano eran siempre la noticia.  Antes de que terminaran el señor Li pensando en el progreso de la empresa ya tenía decidido qué carreras iban a seguir. Chan tuvo que estudiar Técnica en alimentos en la universidad pública y su hermano Comercio internacional en una privada. Como también se vio obligada a trabajar en la empresa familiar, Chan intentó conciliarlo con por lo menos una de sus vocaciones: “Voy a ser la mamá de esta empresa”, pensó. Pero aunque se esforzaba las ventajas de las que gozaba su hermano la desalentaban. El padre le decía a su hijo: —Si conseguís un descuento te quedás con la diferencia. Y a Chang: —Si llego a pagar un centavo de más te lo descuento de tu sueldo.

Un día que parecía como cualquier otro, Esteban, el encargado de la distribución de los productos de la fábrica del señor Li, apareció con su hijo. Apenas Chan lo vio quedó fascinada. ¿Quién era ese chico? Valentín, el hijo de Esteban, no era una respuesta que la satisfacía. El nene hizo un dibujo y se lo regaló. Chan pensó: “¿Por qué hizo este dibujo? ¿por qué me lo regaló a mí? Esto es rarísimo.”
Cuando llegó a su casa pegó el dibujo de Valentín en su habitación de manera que pudiera observarlo desde su cama. Lo estudió durante varios días como si esos garabatos pudieran explicarle qué le estaba sucediendo. Lloraba, no podía dormir, se deprimía y estaba contenta al mismo tiempo. Recordó que una amiga de la colectividad  la había invitado “casualmente” a  que consultara a una especialista en vidas pasadas. Y con la ayuda de la mujer pudo reconstruir la historia.
En realidad, las señales o, como ahora entendía, los “recuerdos”, habían comenzado antes, cuando Chan era muy chica. Soñaba todo el tiempo con explosiones y con la cara de un bebé. Cuando despertaba seguía su vida de niña. Pero el bebé volvía a aparecer una y otra vez. Llegó un momento en el que dijo: — ¡basta de esa cara de nene! La hacía sentir cruel porque tenía ganas de ahorcarlo. Ahora sabía que se trataba de un hijo que había tenido en otra vida. Su alma había vivido en el cuerpo de una vietnamita que en la época de la guerra tuvo un hijo con un militar francés. Como no podían irse los tres, le pidió a su marido que se lo llevara, para que el bebé tuviera una vida mejor. Pero justo cuando estaban decidiendo eso, cayó una bomba y murieron los tres. Ahora el alma del bebé vietnamita vivía en Valentín.
Chan se sintió aliviada pero en seguida comenzó a atormentarla una nueva duda: “¿se acordará de mí como me acuerdo yo?” Sólo había visto a Valentín una vez, y aunque no pretendía que la reconociera conscientemente, necesitaba volver a verlo para preguntarle. Sintió que la proximidad del año nuevo chino tampoco era casual. Decidió, para sorpresa de sus padres, festejarlo “con amigos”. Invitó entonces a los padres de Valentín a su casa y, para despistar, a otras cuatro parejas. 
Chan no veía la hora de que fueran a la casa pero antes estuvieron en la calle Montañeses viendo pasar el enorme dragón de tela. La madre “de esta vida” de Valentín, que era bastante petisita, tuvo que hacer un esfuerzo extra para tocarlo. Chan dijo: —Es increíble que la gente crea que va a tener suerte por tocar el dragón.
Finalmente fueron para la casa. Chan ya había preparado la mesa. Cuando lo hacía pensó: “es pedirle demasiado a la vida que Valentín se siente a mi lado”. Así ocurrió pero además tuvo la suerte de quedar en un momento a solas con el nene en la cocina. Era la oportunidad que ella estaba esperando, le preguntó:
Valentín, hijo mío, ¿te acordás de quién soy? El nene la observaba atentamente y cuando pestañeó Chan sintió que respondía afirmativamente. Entonces continuó: —Quiero decirte que no puedo volver a verte en esta vida, pero no te preocupes, voy a estar bien.
Valentín volvió a la mesa. Y esa noche, cuando todos se fueron, Chan rompió en mil pedazos el dibujo del chico.  
Unos días después, cuando estuvo más tranquila, Chan le contó todo a su casi única amiga occidental, Jésica, quien muy probablemente había sido su hermana en otra vida, y le explicó: “Esto me pasa por haberle dicho al padre que se lo lleve. A veces los chicos prefieren el cariño de una madre al bienestar material”.

Poco después, Chan comenzó a establecer un intenso y ambiguo vínculo con Roberto uno de los proveedores de la empresa. Él era bastante más grande y un día dijo al pasar que qué afortunado sería el que tuviera una esposa tan trabajadora como ella. Esas palabras quedaron grabadas a fuego en la mente de Chan que analizó infinitas veces ese enunciado. Como él no hablaba de su familia, cosa que le resultaba por otro lado bastante sospechosa, Chan no sabía si la estaba comparando con una esposa real o lo decía como alguien que realmente andaba necesitando una.
Cuando se lo contaba, a Jésica todo le parecía muy impreciso y se impacientaba: — ¿Cómo es el trato?, le preguntó.
—El trato es cordial, es semanal, contestó Chan.
— ¿Pero están de novios o no?
—Creo que no, respondió.
Más allá de lo que pasara, Chan intuía que se amaban pero que algo que no tenía que ver con ellos interfería y volvía imposible la relación. Decidió entonces acudir nuevamente a la especialista en vidas pasadas. Ésta se sintió desconcertada al ver que Chan estaba mucho más convencida que ella de lo que le había dicho y decidió derivarla. Le dijo: —Yo no puedo con tantas vidas, te recomiendo a una colega. Con la nueva mentalista lograron remontarse hasta el 1500. En esa época Chan era la única hija de la esposa principal del hermano del emperador. Uno de sus primos, cuya alma vivía ahora en Roberto, estaba perdidamente enamorado de ella. Chan lo rechazó y él quedó tan desconsolado que su tía ideó una estratagema para ayudarlo. Unos ninjas atacaron a Chan y, aunque solo la hirieron, su primo creyó que ella había muerto. Fue un dolor muy grande pero menor que el del rechazo.  
Ahora podía entender por qué, aunque querían, no podían estar juntos. Pero increíblemente unos días después de la consulta, Roberto la invitó a salir. Fueron a tomar algo después del trabajo y él, antes de ni siquiera haberse dado nunca un beso, le propuso matrimonio.  Chan respondió que quería pensarlo y cuando unos días después iba a responderle afirmativamente, él le dijo que mejor lo dejaran así. Chan pensó: “No puedo culparlo, es más fuerte que él.”
Dejaron de verse porque Roberto cambió de trabajo y a Chan le llegó el rumor de que lo habían visto mucho en el bingo.  Pero a veces él la llamaba por teléfono a la madrugada y le decía que estaba desesperado: —Voy a morir esta noche, vení por favor a cerrarme los ojos. Otra noche le dijo: —Tengo el celular en la mano, si me muero te llamo.

Chan creía que ella sabía mejor que él por qué estaba tan desasosegado. Roberto se sentía tan mal porque había “despertado”, empezaba a “recordar” aunque aún no era del todo consciente que ella había sido la mujer que tanto lo había hecho sufrir en otra vida. Y aunque la tratara bruscamente, Chan esperaba ansiosa sus llamados. Después de hablar con él quedaba bastante perturbada pero la excitaba saber que a través de Roberto estaba hablando por teléfono con una conciencia del siglo XVI.
Pero un día dejó de llamarla. Chan entonces lo llamó para pedirle un dinero que le había prestado. Él se lo había pedido diciéndole que lo necesitaba para pagarle al médico que atendía a la madre. Otro día le dijo que en realidad lo había usado para reponer una plata que había faltado en la empresa y que si se descubría lo culparían a él. Chan le dijo: —Está bien, podés devolvérmelo en cuotas. —Me querés volver loco, le contestó Roberto.
Aunque Chan creía que ningún sufrimiento era inútil y que toda esta situación seguramente le estaba enseñando mucho, aceptó por fin la sugerencia de su amiga Jésica y fue un tiempo a un psicólogo occidental. Él hablaba muy poco y no emitía ningún tipo de opinión acerca de las historias de vidas pasadas. Solo mostró un poco de asombro el primer día cuando luego de presentarse Chan le dijo: —No sé por dónde empezar, es una historia que dura mil años.
Pero las cosas que le decía el psicólogo no la convencían para nada. De todos modos estaba segura de que por alguna razón ella había terminado ahí así que luego de dos meses abandonó la terapia decidida a llevar a la práctica algo que como una suerte de consejo deslizó más de una vez el analista: “poné la energía en otra cosa”.
Pensó que era mejor ocuparse de algo concreto y cercano, se abocó entonces a la casa y a la empresa familiar. Competía con Bety, la señora que hacía la limpieza, que casi siempre encontraba parte de su trabajo hecho.   —La tengo cortita, decía Chan.  Dejaba que se ocupara del cuarto en el que tenían el altar porque a Bety le gustaba ordenarlo y prenderle sahumerios a Buda. Chan pensaba que toda acción es una oportunidad para aprender. Recordaba las palabras de su abuela sobre el cuidado con el que hay que tratar todas las cosas. —Si uno lava mal un plato le está faltando el respeto, decía.
También se hizo cargo del cuidado de las mascotas. Le gustaban mucho los animales excepto las palomas que le generaban un temor descontrolado. Aunque no lo tenía muy claro, sospechaba que ese terror venía de haber sido cazadora en otra vida, probablemente en Inglaterra. Pero se llevaba muy bien con la gata y los dos perros que tenían. Ponía tanto empeño en la tarea que una de las perras llegó a vivir 28 años. Cuando murió, ella y Shaiming, su hermano, fueron los encargados de enterrarla. En el momento en que su hermano intentó mover el cuerpo para ponerlo en la fosa que habían cavado en el jardín se dieron cuenta que estaba durísimo. Chan leyó entonces un sutra y rogó para que el alma del animal eligiera un buen camino. Luego dirigiéndose al cuerpo del animal dijo: —Por favor, necesitamos tocarte. La gata y el otro perro presenciaron inmóviles toda la ceremonia. Cuando terminaron Chan pensó: “Sé que el día de mañana me lo va agradecer”. Y esa idea le dio ánimo y un poco de temor.        
El momento de esparcimiento llegaba a la tarde cuando veía las telenovelas que pasaban los canales taiwaneses que emitía la televisión satelital. Más que la trama le interesaba el vestuario de época que usaban los personajes femeninos en las series ambientadas en diferentes períodos de la historia de China. Además de disfrutarlo, le parecía útil porque cuando se le presentaban imágenes de alguna de sus vidas anteriores podía determinar el momento histórico por el peinado o la ropa que llevaba. Sentía una clara predilección por la moda de la dinastía Song, polleras largas y chaquetas con mangas largas y cerradas hasta el cuello. No le gustaba para nada el estilo de la época Tang con escotes y transparencias. Chan usaba generalmente la misma ropa semiformal y oscura, aunque de vez en cuando se ponía un pullover de un rabioso color coral. Ella no tardaba mucho tiempo como sabía que hacían otras chicas para decidir qué ponerse para salir pero pasaba largas horas pensando cómo habría estado vestida en sus otras vidas.
Seguía además religiosamente una telenovela budista ambientada en la actualidad. El budismo aparecía en que el protagonista, un médico con dos esposas, una propia y una heredada de un hermano que murió joven, trabajaba en un hospital dirigido por monjes budistas. Por momentos Chan pensaba que debía dejar de verla porque pensaba mucho en los personajes y le era casi imposible aquietar las emociones. Un día se descubrió preocupadísima por la situación en la que había quedado el protagonista la última escena del capítulo del día anterior. “Dos mujeres que lo dejan, hijos llorando, es demasiado” pensaba Chan. Admiraba particularmente a una de las actrices, Hen Xian. Le parecía que tenía una belleza creíble y lograba mantener un perfil bajo aun siendo protagonista de una de los programas más vistos en todo Asia. Sentía que tenía cosas en común con ella, hasta se encontraba un poco parecida físicamente. 
También puso mucha energía en la empresa. A diferencia de sus padres Chan además de hablar chino tenía un español casi perfecto de modo que podía negociar con chinos y argentinos. Diseñó y redactó un prolijo y elegante catálogo con los productos de la fábrica y se interiorizó en las tendencias del mercado de pastas secas. Aunque lo pensaba no decía que ellos producían los mejores fideos. Cuando alguien comparaba sus productos con los de otra empresa de la colectividad simplemente señalaba: —Ellos privilegian el precio, nosotros, la calidad.
Pero aunque trabajaba mucho, las relaciones con el señor Li no mejoraban. Tenía que descubrir por qué se llevaban tan mal. “Seguramente en otra vida él fue soldado y yo capitana”, pensaba. Ponía en práctica estrategias para tratarlo bien. Imaginaba que era el padre de otro. O intentaba conmoverse pensando que el padre era instrumento de las fuerzas del universo que fueron las que realmente decidieron que él emigrara Argentina porque ella, aunque todavía no sabía bien por qué, tenía que estar en Buenos Aires. El señor Li no reconocía sus esfuerzos y Chan tenía que luchar para cobrar algo de sueldo. —¿Para qué querés plata, le preguntaba, si vos no tenés deseos? Las cosas se agravaron aún más un sábado a la tarde. Chan se había quedado con otro empleado para preparar unos pedidos para la semana siguiente. A las cinco de la tarde apareció su madre y le dijo: —¿Para qué hacés tanto esfuerzo? ¿no sabés que todo esto va a quedar para tu hermano?
Chan no pudo escuchar lo que dijo la señora Li después de esa frase. Quedó anonadada y solo después de un rato le empezaron a doler esas palabras. Se fue a su casa y estuvo todo el domingo devanándose infructuosamente los sesos en qué podía hacer. Pero el lunes a la mañana le llegó de algún lado un recuerdo que le fue de muchísima utilidad.  Alguien le había comentado que se podía ingresar a un monasterio budista que quedaba en Almagro. Recordó también un sueño que había tenido muchas veces. Estaba en un lugar montañoso y aunque no podía decir en cuál, sabía que en lo alto de una montaña había un templo en el que vivía un monje que la estaba esperando. Quizá todas las dificultades habían sido la encrespada montaña que había tenido que ascender y ahora solo le quedaba golpear las puertas del templo.

Sus padres no hicieron mucho por retenerla y su lugar en la empresa fue rápidamente ocupado por la novia de su hermano. El monasterio budista estaba organizado por una fundación internacional y aunque las autoridades dudaron bastante antes de admitirla vieron con agrado que Chan aunque era algo extraña sabía hacer las cosas rápida y eficazmente. Como las otras aspirantes debía ocuparse de la limpieza del edificio que tenía varios pisos y muchos recovecos. No pudo evitar pensar si no le habría convenido quedarse en su casa. Encima cuando la abadesa pasaba a revisar nunca quedaba conforme. Chan comenzó pronto a desanimarse aunque se consoló un poco cuando anunciaron que les repartirían unos trajes para que usaran en las ceremonias. Cuando finalmente se lo pudo probar estaba exultante. Quizás porque era nuevo pero le pareció hermoso. Era largo, tenía una pequeña cola y sentía que le quedaba perfecto, que misteriosamente había sido confeccionado a medida. Chan no quería sacárselo y también le costaba doblarlo. Sus compañeras tomaban esa torpeza para estimular sus creencias acerca de un pasado noble. —En tus otras vidas debiste tener mucha gente que hiciera las cosas por vos, le decían.
Una noche Chan oyó ruidos en el piso de arriba como si estuvieran buscando cosas en los muebles. Allí estaban las habitaciones en las que dormían algunas de sus compañeras así que al día siguiente les preguntó qué habían estado haciendo. Las chicas la miraron sorprendida hasta que una de ellas dijo: —Pero claro ¿no se acuerdan que empezó el mes siete? Se abrieron las puertas del infierno. Durante todo el mes los fantasmas hambrientos, almas errantes ni tan malas para ir al infierno ni lo suficientemente buenas para renacer, iban a circular por todo el edificio excepto en el templo al que tenían prohibido el ingreso. Ahora Chan entendía también de dónde venía el olor desagradable que había sentido esos días. “Limpio los pisos con Poett, repaso los muebles con Blem ¿por qué hay ese olor a podredumbre?” pensaba Chan. Eran ellos, habían comenzado, como les gustaba hacerlo, a instalarse en los rincones.
Cuando Chan ingresó al monasterio se postuló como aspirante a monja y durante las primeras semanas estuvo prácticamente convencida de que era lo que tenía que ser en esta vida. Pero nunca dejó de tener dudas. Pensaba que qué grave sería que se estuviera equivocando y renunciase a reencontrarse con su verdadero amor, el que había sido su esposo y padre de su hijo. Además, cada vez encontraba más semejanzas entre la fundación y la empresa de su padre y su relación con la abadesa empeoraba. Decidió que lo mejor sería que se convirtiera simplemente en una estudiosa de los sutras, las palabras de Buda, una Bodhisattva laica que podía perfectamente casarse y tener hijos. Cuando comenzó a vincularse con Lucas, el diseñador gráfico que trabajaba en el monasterio, ya no tuvo dudas que ése era claramente el camino que se le estaba señalando.
Un día Lucas se ofreció a llevarla en su auto hasta el banco donde Chan tenía que hacer unos trámites que le había encargado la abadesa. En el camino él le comentó que una vez había tenido el proyecto de estudiar chino pero que se desalentó cuando le dijeron que tendría que dedicarle aproximadamente veinte años. Chan se sintió tan distendida en el auto que empezó a sospechar que no era la primera vez que viajaban juntos y empezó a visualizar un antiguo carruaje. En el banco tuvo que hacer una larga fila y cuando salió la sorprendió gratamente que Lucas seguía ahí. Él no se imaginaba que iba a tardar tanto y se arrepintió cuando vio que tardaba pero por alguna razón esperó y le dijo además que la podía llevarla de vuelta porque el monasterio le quedaba camino a su casa. Esa tarde Chan estuvo particularmente abstraída, solo quería que la dejaran a solas con sus pensamientos.
Unos días después Chan apareció en la oficina en la que trabajaba Lucas. Le entregó un cd que contenía un curso básico de chino. Lucas quedó desconcertado. Tardó un poco en acordarse que le había comentado a Chan que una vez había querido estudiarlo. Además ahora veía ese proyecto como algo completamente ajeno pero trató de mostrarse agradecido. Chan aprovechó la ocasión para estudiar su escritorio, en particular una foto que tenía en un pequeño portarretratos. Solo logró ver un par de amplias sonrisas.
También comenzó a llevarle al mediodía comida de la que cocinaban para los monjes. Lucas dudaba un poco, pensaba si no estaría generando una deuda que no iba a ser capaz de pagar. Pero la comida estaba tan rica que no solo se devoraba las porciones, se tomaba también el termo entero con té verde que le traía. Chan le aclaraba que ella lo hacía desinteresadamente, como una buena acción ofrecida al universo.
Poco después Chan cumplió años y cuando le avisaron a Lucas que le estaban organizando un pequeño festejo no sintió ganas sólo la obligación de pasar un momento para retribuir de algún modo todas las atenciones que le había hecho ella. Buscó en su casa algo para llevarle y encontró una lata de galletitas danesas que le habían regalado para navidad. Se fijó que no estuvieran vencidas y aunque la lata tenía un Papá Noel le pareció que no estaba tan mal. Cuando se las entregó Chan le dijo: —En Taiwán, estas galletitas las regala el novio cuando va a la casa de la novia a pedir su mano. Lucas tragó saliva y las compañeras de Chan entraron con la torta cantando el feliz cumpleaños. Ella les pidió medio bruscamente que hicieran silencio y estuvo casi cinco minutos pensando los deseos antes de apagar la vela.
Chan se regaló a sí misma una visita a la especialista en vidas pasadas. Como suponía, no era la primera vez que se cruzaba con el alma que vivía en Lucas. Por intermedio de la mentalista descubrió que aproximadamente en el 1100, una época muy convulsionada, en medio de luchas y saqueos, ella estaba yendo con su nodriza y una doncella a la casa de la familia materna. Fueron atacadas y sus acompañantes fueron capturadas pero ella logró escapar gracias a la ayuda de un joven licenciado. Tuvieron que correr y ella se torció un tobillo entonces él tuvo que cargarla. Por esa razón cuando lograron refugiarse en una ermita debieron casarse porque así lo ordenaba la ley en esa época cuando un hombre entraba en contacto físico con una mujer. Se quedaron a vivir  bastante tiempo en ese templo y el monje que los casó les enseñó también medicina y cocina vegetariana.
Chan sólo se lo contó a su amiga Jésica a quien volvió a ver después de mucho tiempo. Luego de escuchar su relato, le dijo:
—¿Pero vos no tuviste ninguna vida tranquila, común y corriente?
—Si la tuve no la recuerdo, le contestó Chan.
—¿Y dónde estuvo tu alma entre esa vida y la del 1500?, le preguntó Jésica.
—Eso me gustaría saber a mí, respondió.

Pero Lucas no solo no parecía acordarse de nada sino que estaba cada vez más huidizo. Cuando lograba verlo Chan intentaba mirarlo fijo porque sabía que era el modo en que las almas que estuvieron juntas en otras vidas se reconocen. Él se inhibía y ella interpretaba ese gesto como una prueba confirmatoria. Un día Chan entró a la oficina cuando Lucas le estaba comentando a un compañero que por estar tanto tiempo frente a la computadora le dolía mucho la espalda. Ella se ofreció de inmediato a hacerle un masaje en la mano. A él le pareció muy descortés negarse y se la dio. Ella apretó con mucha fuerza en algunos puntos clave, él sintió un dolor insoportable.
Poco a poco Chan fue renunciando a la esperanza de que él finalmente la reconociera y se fueran juntos del monasterio. Hablaba de vez en cuando por teléfono con su madre y ésta la invitaba a que volviera. Estaba casi decidida a irse pero la abadesa se adelantó y le pidió que se fuera. Le dijo que era muy orgullosa y que se llevaba demasiado bien con el personal administrativo. “Mejor estudio los sutras en mi casa” pensó Chan.  Poco tiempo después el monasterio se incendió. A Chan, como a algunas de sus ahora ex compañeras, no la convenció la explicación de que había sido provocado por un desperfecto eléctrico. Sabían que el origen de las llamas era la ira desatada de la abadesa.

Chan volvió a la casa familiar y pronto consiguió trabajo en un colegio de la colectividad para darle clases de chino a los chicos. Le tocaron los de seis años. Comenzó con mucho entusiasmo. Las clases eran los sábados a la mañana y los viernes se iba a acostar temprano porque quería estar espléndida. Los niños le decían: —Seño, te reamo y —Sos mi mamá. Otros solo le abrazaban la cintura.  Chan pensaba: “Posiblemente las maestras de primer grado somos el primer gran amor de estas criaturas”. Algunos se quejaban, decían: —Seño ¿por qué hablás tanto? Y antes de irse a sus casas los chicos se agolpaban en el escritorio para que ella les pusiera el sellito de “premio” en la mano. Chan quedaba tan agotada que a veces se confundía y usaba el que decía “esfuérzate más”.
No se llevaba bien con las otras maestras. A sus compañeras les caía mal que insistiera con que sus alumnos estaban muy adelantados. Chan prefería no indagar qué tipo de relación había tenido con ellas en sus otras vidas. Con los padres de los niños tampoco se llevaba muy bien. A ellos le parecía demasiado exigente y para Chan no acompañaban como era debido el aprendizaje de sus hijos.
Los padres no estaban muy conformes con el trabajo de Chan y los preocupaba que siguiera soltera. Ella les había prohibido intervenir, les dijo: —Si me arreglan un casamiento van a tener que casarse ustedes. Pero la madre no perdía la oportunidad y cuando muy de vez en cuando su hija iba a la casa con algún amigo hablaba de unas tierras que la abuela le había dejado a Chan en Taiwán.   
Un sábado a la noche, luego de una larga siesta, Chan se despertó con un ánimo inmejorable. Pensó que hasta ahora se había encontrado con hombres con los que tuvo relaciones complicadas aquí y en sus otras vidas. Lo de Vietnam había sido demasiado trágico. Con el joven licenciado del siglo XII no había podido tener hijos. Posiblemente había enviudado y conocido luego a su verdadero amor con el que tuvieron en esa oportunidad poco tiempo para estar juntos. Pero se reencontraron en el 1500 y fueron felices aunque debieron esconderse por temor a su primo que la creía muerta. Se sintió optimista y tuvo la absoluta certeza de que pronto se volverían a ver en esta vida. Decidió entonces escribirle una carta:

Querida alma compañera, quien quiera que seas, hola. Cada uno de nosotros ha experimentado muchas cosas en sus vidas por separado desde la última vez que nos vimos, hace quinientos años. No te preocupes, fue necesario para nuestro crecimiento personal. Cuando nos reencontremos te contaré que recordé que ya habíamos vivido otra vida antes de la que pasamos juntos. Sigo aprendiendo de las enseñanzas del maestro Buda y te aseguro que he sido muy valiente durante todos estos años. Quisiera contarte todo lo que me pasó en estas vidas, pero dejaré que me cuentes primero. ¿Cómo vamos a saber que somos nosotros? Mirándonos a los ojos profundamente para recordar la manera en que nos mirábamos antes. Nuestros corazones latirán fuertemente y entonces lo sabremos ¿Hacemos así?

13.12.18

Mariposa, por Denise Koziura Trofa





Todo esto me recuerda aquella vez que quise atrapar una mariposa. Tendría unos cuatro años. En cuanto la visualicé entre las flores corrí dentro de la casa para buscar con qué atraparla. Encontré el frasco transparente de un yogur que acababa de comer, y la esperé paciente hasta que dejó de revolotear por ahí. La agarré cuando se posó sobre la alegría del hogar. Volví a meterme dentro, contenta, pero tardé menos de un segundo en reparar sobre lo que había hecho. Las alas estaban pegoteadas entre los restos de yogur, el bicho estaba inmóvil contra uno de los costados del frasco, como aceptando lo inminente. Mis esfuerzos por deshacer lo que había hecho, le pusieron fin a su existencia. Sin saber qué otra cosa hacer, le extendí el recipiente a mi mamá. Todo aquello me produjo una sensación en el pecho, que entonces fue nueva. Todavía no puedo sacarme de la mente esas alas embarradas contra el frasco, en un pastiche naranja, negro y blanco…
¿Aquellos hombres eran capaces de sentir algo como eso?
Imagino que no.  

3.12.18

Donde sangran los bambúes, por Javier Fernández Paupy


(Sobre Voy a decirte algo en secreto, Francisco Garamona, Club Hem, 2018)

Si insisten veinte años con los suyo
–aún andando a tientas–
terminarán siendo geniales
“Artistas”, FG

Como en todos los libros de Francisco Garamona, este tiene una fuerza desmoralizante y antiburguesa. Voy a decirte algo en secreto muestra una forma del poema por fuera del altar lírico y solemne de la poesía. Su escritura parece repentista, pero de un repentismo en el que la improvisación está al servicio de otra cosa. Este libro editado por Club Hem reúne 34 poemas que aluden a la misteriosa ocupación del tiempo que es la escritura. En estos poemas hay un encuentro fortuito entre las cosas. Una superposición continua de planos. Un entramado de registros emocionales. Como progresiones hacia lo microscópico. Donde el poeta traduce o explica un desorden que no viene de la libre asociación de los sentidos. Es una subjetividad vuelta expresión. En estos poemas hay un artificio que hace parecer escritura automática lo que quizás sea un programa.

Una línea dice: «Hay tanto para decir». Y todo el libro abre esa idea. Como si la respuesta o reacción a esa imagen, fuera un largo elogio de la enumeración. Garamona despliega una visión de poeta transgénero que puede pasar por cualquier cosa y pensarse desde la inmanencia de lo inanimado y lo animado. Su poética no es pedagógica ni simplista. Pero tiene que ver con llevar el lenguaje a sus formas más reales. Estos poemas también nos recuerdan que la literatura nace de la oralidad.

Algo que no parece escrito en función de una idea previa. Sin plan. Hay poemas que parecen enumeraciones de pensamientos, deseos y objetos, libres de pasado. En el libro se despliega un mundo denso y fascinante. Y Garamona le pide a todo que sea poema. Casinos, bares, tatuajes, ciudades, guerrilleros, fantasmas, insectos, aviones, esqueletos. Parece decir que el cualquierismo no es cualquier cosa porque sus imágenes, en apariencia aleatorias, componen una escenografía móvil, exacta e imperfecta que ya no está cuando queremos volverla a ver.

Voy a decirte algo en secreto también es como una exploración de la paradoja que lleva al lenguaje a mostrar sus limitaciones en relación al pensamiento. En el poema “El cemento y las flores” dice: «pensaba siempre en todo/ lo que el lenguaje no dice». Y en el poema “Tatuaje”, dice: «te vas para volver,/ volver atrás o ir hacia adelante./ Es lo mismo, según de qué lugar se mire». Y en “Un fuego nos rodea”, dice: «no estamos solos nunca/ aunque siempre estamos solos». Todos estos versos de una elocuencia sencilla tienen mucho que ver con el efecto de perspectiva que aparece en el libro. Donde el sentido es un efecto de perspectiva. La pregunta por la banalidad, profundidad o ligereza de las cosas sobrevuela estos poemas.

Garamona es un poeta que no enseña, que no se ampara en la presunción de estar diciendo verdades o cosas serias. No es un poeta que crea que la poesía es una forma de la moral. «(…) ayer pensé, si es que puedo decir/ que pienso todavía,/ en mis amigas y amigos,/ y en todos los seres que yo imagino/ (aún sin imaginación)». Por la vía de la paradoja Garamona complejiza o vuelca perplejidad sobre el mundo y sus máscaras. Y por toda divisa: «la alegría y el amor deberían de ser obligatorios», como dice un verso del poema “Un chico me habló”.

Quizás el secreto al que alude el título tenga que ver con la posibilidad de decirlo todo desde formas nuevas y cambiantes, incluso desde formas secretas. Garamona acepta el absurdo y lo vuelve una poética donde las cosas expresan una singularidad propia y una pregunta inédita sobre su condición. Y donde lo que parece un montaje íntimo termina siendo una pregunta sobre la naturaleza misteriosa de la vida. Una práctica de la libertad. Hace más de veinte años que Garamona viene tramando una obra coherente, compleja y a la vez sencilla, que parece fluir sola, con seis discos editados y más de treinta libros publicados. El secreto que parece sugerirnos Francisco Garamona en estos poemas es que, o bien porque nada es demasiado importante o bien porque todo es importante, poeta es quien escucha lo que dicen las cosas.

25.11.18

Cucurto, o la barbarie fingida, por Román Bay




El oportunismo que caracteriza a Facundo Rodolfo Soto, sumado a su falta de agudeza como interlocutor, dan como resultado un libro presuntuoso y pueril, Conversaciones con Washington Cucurto (Blatt & Ríos, 2017). El entrevistado, Santiago Vega, más conocido como Washington Cucurto, no muestra más inteligencia que su entrevistador. Su grotesco machismo y el servilismo de Soto se dan cita en este libro aburrido y superficial. Al leerlo es posible comprobar que Cucurto no es tan ignorante como parece ser. Su barbarie es solo una pose de ventas. Sus inicios como repositor de supermercados, la historia de sus cinco amantes simultáneas y otras escenas de miserabilismo barrial, hacen de este libro un paseo por los lugares comunes de un teatro lacrimógeno sin épica y por las gansadas de unos de los escritores más sobrevalorados de la escena local. Ahí nos enteramos que el epígrafe con el que abre La máquina de hacer paraguayitos, no es de la autoría de Cucurto sino que es un poema del nicaragüense Martínez Rivas. ¿Es que Cucurto no cree en los derechos de autor? Hay perlas de necedad, como esta: «Haber conocido a Santiago Lach, el editor de Siesta, me cambió la vida. Santiago es uno de los grandes regalos que me dio la vida literaria». Afirmaciones inanes de este tipo abundan en el libro. Y preguntas de Soto que sobresalen por su memez, como esta: «¿Si tuvieras que elegir entre la literatura y la concha?». Aunque la respuesta de Cucurto no es menos fatua: «La concha, Facu». Es perdonable que Cucurto escriba mal y que reproduzca estereotipos de clase. Es perdonable que su poca astucia verbal lo lleve a caricaturizar sin gracia el roce social. Pero lo imperdonable es su machismo y su engreimiento. Es imperdonable que hable como si fuera un artista de calidad cuando no es más que un personaje burlón y payasesco. Él mismo se da cuenta de la poca inteligencia que hay en algunas de las preguntas de su adulador, Soto. Como cuando éste, servil, le pregunta: «¿Habría cierta disonancia entre la crítica, el gusto del público  y el tuyo?». Cucurto, amo esclavista, responde: «¡Qué pregunta sin importancia!». O cuando Soto le pregunta: «¿Por qué decís que no sos un intelectual y que hacés literatura baja?», Cucurto, patotero, responde: «Vaya estupideces propias de la clase media, prejuiciosa, egoísta y sobre todo pretenciosa. Esta pregunta delata tu pensamiento en cierta forma que es el pensamiento del burgués de diván, en tu caso de desván». A la manera de Bouvard y Pécuchet, estos dos amigos en pose de zoquetes se reunieron a través de los años para hacer un libro prescindible, aparatoso, falso y sin importancia. Los más de 300 pesos que cuesta el libro son un robo descarado. Soto dice, en relación a las injurias, nunca del todo suficientes, que merecieron los libros de Cucurto a través de los medios: «Algunos comentarios de tan agresivos son divertidos». Cucurto responde: «Hay mucha impunidad. Además, Faculín, cuando uno escribe tiene que aguantarse eso; si no, no hay que publicar». El libro de conversaciones recuerda a la Tota y la Porota, pero en una versión degradada, macrista y sin humor. Estas conversaciones hacen justicia al arribismo de Cucurto, que confiesa que escribe así nomás, libros enteros en dos o tres horas, sin conciencia de las dimensiones políticas o ideológicas que hay en sus pasquines, donde impera la frivolidad más hedionda. A su vez, sus respuestas dan cuenta de cómo un escritor sin talento puede llegar a ser un éxito de ventas. Soto, lacayuno, pregunta a su patrón: «¿Y poetas clásicos como Virgilio, Hölderlin, Homero, Platón, Joyce, los leíste? ¿Te gusta o te la bajan?». Habría que analizar cómo los giros idiomáticos de este despreciable secretario de Cucurto dan cuenta de su degradante condición, pero Soto es tan irrelevante que es imposible tomárselo en serio. A la estulta pregunta de Soto, Cucurto contesta: «No, no. Los he leído mucho, pero no, no me gustan». Es justo decir que Soto parece haber leído todos los libros de Cucurto, uno por uno. Ese esfuerzo que resulta brutal, cretino, detestable, fétido y atroz no parece haber espantado las pocas luces de Soto. También es cierto que Cucurto responde con arrogancia a muchas de las preguntas de su secretario. Vanidad, miopía y mucha ignorancia. Soto le dice a Cucurto: «El Martín Fierro es el primer libro donde hay una mirada inclusiva del paraguayo y de los negros, del extranjero, como algo natural, después venís vos…». Para Soto no hay nada entre José Hernández y Cucurto. Así lee. Así escribe. Así piensa. Como un analfabeto. Y en las preguntas quiere lucirse y mostrarse como un intelectual. Pero solo consigue dar una imagen de zalamero melifluo, embelesador carroñero y ruin halagador. En este libro lo vemos en la plenitud de su necedad. A medida que avanzamos en la lectura de sus conversaciones, estos dos títeres van apareciendo cada vez más como máscaras divertidas y patéticas, sin un gramo de profundidad o amor por la literatura. Sobre el final, Cucurto ya parece un artista consumado, que expone sus mamarrachos en galerías de arte y al que muchas editoriales reclaman por sus bodrios. Son los efectos de la distorsión y las paradojas del mercado editorial.

22.11.18

Lunes 22 de octubre, por Laura Salino





Leí no recuerdo dónde “Hay que tener el coraje de aburrirse solo”. El momento de aburrirse, cuando toma el tiempo todo, se parece a una arena movediza. Está lejos la manera de hacerse desear, lejos la tentación, lejos el entusiasmo depravador, lejos la corrupción de la costumbre, lejos el dejarse hablar y que otro oiga. Lejos haber nacido.

Hay que tener el coraje de aburrirse solo y saltar al vacío. Hugo decía que el vacío lo había decepcionado: tal vez esa es la manera de aburrirse solo sin miedo. Hay que perder el miedo a aburrirse solo y afrontar la decepción del vacío. ¿Quién podría ofrecer instrucciones para amueblar el vacío? Ahora pienso en el vacío como una gran boca que todo se lo come. Un enorme agujero negro que es, a su modo, un poema. Un pájaro es pájaro si se atreve a cruzar volando el sueño de una mariposa negra, escribió un tal Ernesto Aguirre. Cómo me hubiese gustado escribir ese poema. O bien ser ese pájaro corajudo.

Ayer supe la noticia de una mujer que cayó de un piso veintisiete por hacerse una selfie. Vivimos una proliferación constante de Narciso en su tragedia. Hay muchos vacíos a los cuales arrojarse. Y en absoluto es lo mismo arrojarse a un vacío que caer en un vacío.

Pienso que no tengo ninguna frase propia, que todo lo que pienso lo he leído, no lo he pensado. Eso también me decepciona. Pienso en Clarice Lispector y su momento de belleza: si alguna vez fui linda fue en aquel amanecer con rosas que caían de mis brazos plenos. Pienso en el conjunto vacío. En la inteligencia de las flores. Pienso cómo habrán sido los últimos momentos de mi abuelo, cuando sabía que se moría y no quería, no aceptaba tener que morirse, probablemente porque toda su vida estuvo un poco temeroso de vivir. Era como los barriletes que remontaba: un vuelo con cuerda, agarrado a la mano que hace tierra. Un hombre bueno. Sabía decir que no. Quise mucho a mi abuelo. Recuerdo nuestro último abrazo, fue eléctrico y largo.

Mañana será la primera vez en mucho tiempo que mi abuela no cumpla años.

Mi padre está a punto de perder una pierna.

Pienso en los autistas y en su interés matemático que excluye cualquier interrogación por las preguntas existenciales. Ninguna fórmula matemática expresa la tristeza (esto sé que se lo leí a Fritz Zörn), el entusiasmo, la muerte, la sexualidad… Pienso en las matemáticas como en un psicofármaco, con otros efectos secundarios. Pienso en la cobardía, en algo que escribí en otro tiempo sobre los cobardes. En un momento de mucho coraje donde no estaba aburrida. Pero está bien aburrirse. Jugar a aburrirse.

Nieves cuenta de su infancia que cada vez que decía Me aburro le respondían No se dice mea burro, se dice pipí caballito. Por cosas como esa vale la pena aburrirse: puede haber ­–no es seguro– la posibilidad de convertir el fastidio en risa.

En el coraje de aburrirme sola, el humor sigue siendo mi mejor salto al vacío.

18.11.18

Luis Thonis, un teatro de guerra, por Laura Estrin



 “Teatro de guerra”: “Una porción de espacio tal en la que prevalece la guerra y tiene sus límites protegidos, de modo que posee un tipo de independencia. Esta protección puede consistir en una fortaleza, o en importantes obstáculos naturales presentados por el país, o incluso en la distancia que lo separa del resto del espacio comprometido en la guerra, si esta es importante. Una porción tal no es solo una mera parte de la totalidad, sino una pequeña totalidad completa en sí misma.” (Clausewitz).
“Luchamos como ‘salvajes’, no como organizados, contra un viejo poder organizado”
(Franz Marc en “Los salvajes de Alemania”).

 Luis Thonis no era un profesional de la escritura, en el sentido en que Muray dice que hay vanguardistas profesionales, polemistas profesionales, intelectuales, discutidores profesionales, profesores y escritores profesionales. Profesional es lo contrario de guerrero, es lo opuesto a un cuerpo. Luis era un guerrero, había elegido muy explícitamente esa figura.

 Luis leía, arremetía y escribía. Un hombre excesivo para estos tiempos. Nacido en un mundo que fue asordinando las discusiones reales, su grito en el desierto ofuscaba[1]. Luis no tenía miedo cuando hoy se dice temer a la violencia que en realidad es diferencia, distancia, ética incluso; la no correspondencia que un tipo como Luis Thonis recibía se debía al recelo, a la limitación de los espacios y de los críticos, a la falta de lectura. Y cuando vivimos con el miedo a la marginalidad inevitable del escritor la voz que dice y discute es doblemente condenada y mal vista. Hugo Savino alguna vez afirmó que “intervenir es un arte de la delicadeza”, Luis lo sabía y escribió: “Parece un lujo carecer de identidad en una ciudad en la que no estoy expulsado, soy considerado una suerte de cómplice de un estafador, o, peor, un idiota útil. Me empeño vanamente en el trabajo de volverme anónimo. Es imposible. El vecino me niega ese derecho radical…”

  Luis hacía sus propias revistas de un solo número. Luis escribió poesía y prosa múltiple. Luis pasó muchas épocas en Argentina –si no confundo él contaba de una noche en que la policía de los 70 persiguió alternativamente a Osvaldo Lamborghini, a Perlongher y a él, siempre su presencia y su obra confirmarán que “la crítica (verdadera) es incómoda por naturaleza y tiende a producir incomodidad” –como dice Panesi, quien alguna vez pensó como ensayos enloquecidos a los de Luis Thonis[2].

   Lo primero que admiré de Thonis fueron sus “sonetos a Shakespeare”, escritos geniales de su primer libro que me capturaron para siempre porque encontré que él podía ir y venir por las formas como si fueran aire propio. Mucho después su ensayo sobre Giacometti/Genet, la increíble lectura que es “La vigilia de las estatuas”, me devolvió esa gran perfección que tenía. Luis Thonis tuvo sus géneros, sus formas, sus ademanes y sus postulaciones, su enorme y rápida inteligencia le permitía nombrar sin atenerse a lo esperado, a lo remanido, al campo arado –como suelo decir[3].
   Era extremadamente riguroso y reconocía de lejos a los sofistas que nos rodean. Mientras casi todos cantan una pajera y tenaz melodía, él inventaba, seguía pensando en literatura e historia como guerras, revolviendo verdades y mitos entre los enemigos que hoy borrosos, ubicuos, omnipresentes y casi inasibles nos rodean. Luis era imprevisible y seguidor como perro de sulky –hubieran dicho mis abuelos, no controlaba pero siempre armaba un litigio en este mundo dormido, de zombis o pelotudos atómicos–como lo llamaba, según el registro que teníamos en los 80. En Cuerpos inéditos escribió: “Quien haya pasado los cuarenta años no debería escribir más. Ese supuesto apogeo, descubierto por timoratos, nos ha parecido mortífero, especialmente en su caso ya que en los escritores la sensibilidad, que no sabe andar en puntas de pies, suele rastrear siempre lo mismo, hablamos aquí más como amigos del Autor que como lectores o críticos de la misma obra que somos, haciendo cuerpo con ella, en un final que es comienzo”. Afirmación que desenvuelve sujetos o cuerpos ocultos, inéditos, contrasentidos, biografía y desveladas ironías en un registro que se acerca al modo dramático de El pueblo está más seguro que hoy presentamos[4]. Un autor siempre es autor de una sola obra.

     No soy yo, justamente, la mejor lectora de la obra de Thonis pero sí soy lectora de otra literatura –como llamé a fines de los 90 a su obra[5], otra literatura: la que cree que la literatura es guerra. Esa otra literatura es un animado golpe en esta sociedad literaria profesional, vacuna, que en la espuma de los días rumia solo una escritura banal de cuento para dormir la siesta perpetua mientras otra serie literaria, arrumbada, inédita, fue y vino muchas veces dejando la vida en eso.

     Esta otra literatura, esa otra tradición, atrozmente lúcida, donde los nombres de la historia argentina no se olvidan al mismo tiempo que también –como escribió Luis- “leer la propia letra genera incertidumbre, pero es arduamente ilegible reconocerse en ella”.
  
     Luis Thonis pertenece a una tradición letrada y, a la vez, oral, perorante, la de Macedonio a quien él alguna vez definió como “está en contra del autor porque es autor de un personaje, que se revela comediante de su propio ideal” y separó apropiadamente del rapaz Borges. Una tradición de escritura también lírica que como en “Santidades”, poema de Cuerpos inéditos, en su imperturbable conciencia trágica, define así: “Se puede tener en cuenta / cierto estado de excepción / que tiende a ser permanente / y ante la inminencia de la carnicería / hablar y escribir / de modo que los cuerpos / no hagan caso omiso / de la división que los trabaja / sean solamente cuerpos / y emprendan con plena suficiencia / su reeditada marcha / a los nuevos mataderos”. En Luis Thonis hay una extrema conciencia de esa tradición literaria.

     En “Aquiles a las cuatro” irrumpe escribiendo: “Demasiado sé que los mortales hablan / y los dioses ya callaron... es casi imposible / hablarle de amor a quien se ama” o ”con esos recursos de poeta / pierdo la línea / me es en mucho necesario / que el razonamiento tenga cuerpo de teorema / hábito mediante ellos/ no se cansan de repetirme / que soy ficción...” o “me han dicho que orinar mucho / es signo de gran lucidez mental / hago mi chorreante tributo / a una omnipresente diosa de Rencor”. Última línea que recuerda un retazo de La gran salina de Ricardo Zelarayán, otro gritón perorante.

    Pero mi memoria guarda tenaz de Cuerpos inéditos “A tres sonetos de Shakespeare”, relato o ensayo donde el camino que hace la escritura es un encuentro luminoso, un caerse perfecto porque no se ve el salto. Thonis en toda su obra unirá motivos y sentidos sin término alguno: historia y lengua, relato como narración de las acciones y escritura, novela y ensayo o alucinación y existencia poética armando un difícil continuo. Difícil para este mundo que perdió literatura. Así es “Terminal”: largos pasajes entre Shakespeare-mujer amada aunados en frases crueles, justas y hermosas porque –dice allí- “no hay un antes ni un después cronológico en su universal intersección”.
   Manera analítica feroz que fermenta y desequilibra toda lectura que se proponga y detenga en algún punto aislado de ese recorrido instantáneo. Filosofía o saber o conciencia vertical del decir en la totalidad de su letra porque cada sintagma, cada fraseo aloja, veloz y en primer plano, la sabiduría literaria de todo lo que leyó y recuerda.

   Así puede permitirse crónicas de serpenteante cronología, como “Fábulas vedadas” donde afirma: “la de las emanaciones de un continente que conoce a la crónica como un modo de apaciguar la extensión” y de ese modo desanda el desierto americano tan mal escrito hoy con inauditos y extravagantes pero verosímiles personajes como ¡el piojo y la chinche! Thonis sabe de enhebrarse en la gran literatura argentina, en alguna primitiva versión de “Viento agrio”, relato que alguna vez pensó dentro de la serie El vuelo del narrador, un enfermo Mansilla, residente ya en Europa, recuerda, no importa si por escrito o no, su empañada hazaña con los indios. El atildado pero decaído prócer literario es ese buen realista que entre malón estatal y excursión de autor parece ya saber la teoría invertida del desierto helado de Aira diciendo: “Estoy seguro de que mi enfermedad no es la tuberculosis sino la contracara de una salud pampeana donde mi rostro era abofeteado por el viento: no soy baqueano ni científico para poder explicar esa erosión de vida que nos hacía mejores en estos lugares”. Thonis, siempre, con desaforados personajes-escribas, tiende un precioso puente con autores abandonados como Holmberg y si puedo pensarlo, además, en la serie de Martínez Estrada y Murena es porque ley y creencia, saber bíblico (los recurrentes vasos rotos o la vasija en pedazos, el poema “Baruch persevera” de su primer libro), fábulas cristianas y los clásicos se combinan sin tregua en un presente catastrófico y campean en su obra de modo hoy desacostumbrado[6]: hoy lo desacostumbrado es la literatura.
  
    Su escritura es por momentos aforística, incrustante de singulares e intempestivos “tu”, donde algunos comienzos dicen teorías[7] y sus motivos pueden componer fórmulas últimas: el desastre del mundo, la santidad, la conquista de América, la mujer largamente perseguida, la historia política argentina; son “los dogmas rígidos en su frescura” -como justo los nombra en Cuerpos inéditos en el constante y cruel retorcimiento de su excesiva conciencia.

    Luis iba por aires libres, su pensamiento tenía el piso de sus lecturas pero el donaire de su intrépida cabeza, de su seguro pensamiento. Luis apisonaba saber sobre saber como en “Mosaico para una reedición inédita” aunque dirá también que lo que hay es “la soberbia en la falsa y recelosa humildad” (“A tres sonetos de Shakespeare”).

    Su obra deja oír una risa aún encantada porque en ella se entiende cierto humor, se percibe algo de parodia, Luis pudo anotar en Cuerpos inéditos que “algunas órdenes pescan con redes, otras con cañas” y que “la cronología no entra en la escuela, rebota contra el convento”. Y, encima de eso, aparece en su escritura una amasada gota biográfica que conmueve su cielo y hace de sus libros prismas exasperados con Irlandas y Orientes (“Anales de Sei Shonagon” y “Conjetura irlandesa” entre sus poesías): diría que son los libros barrocos de un singular Lezama que escribe en Buenos Aires –como pensé hace más de 20 años. Y todo esto replica, tintinea nuevamente, en la obra que hoy presentamos.
   
    Luis Thonis, interlocutor de Osvaldo Lamborghini, de Perlongher, de Savino, siempre irá mezclando, como en el último poema que da nombre a todo ese primer libro, “modos de mentar lo nuevo / dejando todo cuerpo inédito / para lavativa en reclusión” porque su obra vuelve al encuentro de amor y fantasía, de historia y política, de literatura que retorna al enigma y al rito de escribir siempre explícitos. Retazos de ella son: “no seas familiar, estrella, no seré vehemente” o “Se puede tropezar con algo peor / con enterados que imitaron su plétora” o “Conozco la mentalidad / de aquellos que hablan bien de lo que detestan / y critican lo que les gusta / por eso lamento que hayan leído mi libro” o “las únicas gracias que damos... es cuando no hallamos el modo de expresarlas”.

  Hoy presentamos El pueblo está más seguro (Ascasubi, 2018), una pieza del mejor realista, allí escribe: “Tengo una navaja con la cual me corto los callos que me salen de mis hábitos de paseante sin bulevares. Sin esa melancolía no puede haber poesía”.

  El pueblo está más seguro sabe que es farsa, tramoya social, intelectual, risa y verdad. Un personaje, Plácido, dice: “Tengo mis dudas. Simpatizo con una elite medianamente civilizada, que imaginé en el mangrullo de mi infancia, entre dos palmeras erguidas. A mi poeta predilecto le gustaba echar pestes contra la lámpara de gas pero no usaba velas. Me aburren los progresistas esquemáticos (…) que quieren igualarlo todo. Creo que cada pueblo tiene el comisario que se merece y en éste las reses se asan a un fuego demasiado lento. En el fondo, soy un aristócrata. Norma Regules (se toma la cabeza, escandalizada, pero al mirarlo le gana la emoción): Qué hombre maravilloso. Esas provocaciones tan sutiles me excitan más que los discursos revolucionarios”.

  Luis Thonis-dandi guerrero, como quiso pensarse, igual que su personaje Plácido, sabe que sus únicas armas son sus libros y también como Bataglia, otro personaje de esta plaqueta, entiende que sus “dichos encantan damas” aunque rápido retruca el autor: “Bataglia espanta ánimas”.

  No soy la mejor lectora de la obra de Luis Thonis, tampoco me gusta el teatro salvo alguno, donde rumbo a peor la cosa parece hablar de nosotros. Eso pasa en el de Beckett, en el de Jane Bowles, en el de Copi, en el de Milita Molina.  El pueblo está más seguro pertenece a la rara tradición contemporánea argentina de Los Sospechados de Milita Molina, en la devastadora escena de una sociedad de máscaras donde la escoria cultural compone el pensamiento oficial. En estos libros todo está dicho pero pocos quieren leerlo, con Savino pensamos a veces que nadie quiere reconocerse y en ellos ¡estamos casi todos!

  Luis Thonis retrata progresismos que matan, monos con navaja que sufrimos muchos, pueblos que aman a sus dictadores, filósofos portátiles -para decirlo con el libro de Milita, poetas que se ganan la vida como policías. Y, a la manera de Kafka, la acción está en “El pueblo más cercano”, el de los cielitos patrióticos –escribe Luis mezclándolo todo pero siendo más claro que el agua.

  Luis retrata lo que tenemos al lado, escritores conciliadores, políticas económicas mortíferas, teorías salvíficas, mujeres que quieren ser encantadas mientras hacen negocios literarios, la repetida historia argentina de denuncias, coimas, buenas intenciones y escritores profesionales o funcionarios.

  LuisThonis-guerrero es uno de esos genios insoportables que siguen hablando cuando todos acuerdan que lo mejor es callar. Luis seguía leyendo y pensando, y el que sigue fuera del rebaño nunca es bien visto. Secreto claro, valga la imagen que me lleva a Murena, a ese realismo inesperado, fatal y abierto que puede incluso con la risa que esos mismos devaneos traen. 

  La literatura-otra, realista, de Luis Thonis, ajustada, anacrónica a la berreta que hoy circula que debiera llamarse cualquier cosa –como dice Christian Ferrer, es una obra casi desatinada, plegada y entendida en subjetividades muy fuertes y únicas; literatura extraña, brillante, sabia, que marcó que la vanguardia era un negocio[8] y que la historia literaria una guerra de sensibilidades.
 Literatura como guerra de amor es la obra de Luis Thonis porque como él bien dijo: “Los grandes escritores no son sentimentales: son hipersensibles”.

  Thonis supo que el compromiso, la moral que adoptó en general nuestra crítica y nuestra literatura triunfante, a la que luego siguió la vacua forma posmoderna que no termina, eran cosas muertas y no la verdadera ética, la verdadera guerra que él fue el primero en ver en nuestra pampa como el Gulag. Eso es imperdonable, lo sé bien.

  Luis leyó y gritó la genialidad de Néstor Sánchez, de Di Benedetto, de Arenas.

  Luis escribió que “Clausewitz no sin un toque de ironía enseña que el que declara la guerra no es el que la inicia sino el que decide repeler la agresión”. Y voy a repetir lo que dije en el retrato que escribí para su homenaje a comienzos de este año, voy a repetir lo que Luis Thonis dijo de Osvaldo Lamborghini: “Carecía, hay que decirlo, de los celos de la peor especie: los que le envidian a uno su relación con la verdad.”





[1] En “El pueblo está más seguro” dice un personaje-escritor: “Charlie: Es que vos siempre discutís todo. No hay que ponerse en contra de la corriente. Si no dejás títere con cabeza no podés quejarte. Yo busco la conciliación”.
 
[2] Dirá Luis Thonis, en alguna versión de su libro sobre O. Lamborghini inédito, que Jorge Panesi, en un reportaje donde le preguntan sobre la lectura, defiende la crítica del valor que se abre con la literatura de Borges y lo cita como un lector excéntrico: Tal vez la única crítica que yo recuerde como enloquecida es la de Luis Thonis, una crítica que resulta muchas veces deslumbrante, arriesgada en sus gustos, en sus falacias ideológicas.” Y Luis Thonis comenta que “habla de falacias ideológicas de mi parte porque tiene en cuenta la reacción de un público cautivo por décadas de cultura castrotercermunista que son obstáculos insalvables para pensar algo... Las falacias ideológicasde las que habla Jorge Panesi tienen que ver con que no soy ni populista y nunca adherí al marxismo leninismo castrotercermundista, desde los ochenta quise que mis contemporáneos leyeran a Carlos Franqui y Reynaldo Arenas. La condición para que sucediera algo nuevo en el país era un corte crítico con el utopismo de los sesenta y setenta que reproducen la estructura de un duelo crónico.” Luego continúa: “El único que sintonizaba conmigo era Hugo Savino: era el único que había leído a Simon Leys que mostraba la lecturaque Barthes podía tener de la China maoísta, hecha a la medida de los consumidores contestatarios (…). Savino por mucho tiempo fue intratable para la vanguardia tercermundista, maoísta, sartreana que hoy ha culminando en la producción de vergüenza ajena, terminó siendo kirchnerista y chavista (…) Osvaldo optó por el disfraz: se decía “marxista” cuando era anticomunista y se llamó “homosexual” cuando era inequívocamente un puritano impuro de tan duro…”

[3] En Cuerpos inéditos (1995) leemos: ”Había cosas que no toleraban nombre”, como el amor, como el error de escribir... donde a la vez que se supone dicha imposibilidad, se da comienzo a un trabajado enigma nominal que recorre todos los ensayos y condensados relatos de este libro.

[4] Donde escribe: “Es la primera vez que me entrevistan como poeta. Sabía que este día iba a llegar. Cuando era chico le tenía miedo a la oscuridad... alguna vez alguien dijo que si el miedo del niño se debe a la oscuridad o a los cuentos de las niñeras. Bueno, yo no tenía niñera. Era un chico solitario que miraba el cielo... de ahí debe venir mi pasión, bien nacional por otra parte, por los cielitos. Usted tiene que entenderme porque vestida de celeste y blanco…”
[5] Laura Estrin, “Literatura argentina, otra literatura” (Acerca de Cuerpos inéditos y otros textos de Luis Thonis), Rev. Universidad Austral, “Semiosis Ilimitada” N°1- “El otro”, 2002.-
                
[6] Dice Thonis: “Murena resultaba ilegible: hería los mitos argentinos, no era marxista leninista, populista ni adhería a los liberales que justificaban dictaduras. Sus lecturas de la religión lo alejaban de las vanguardias en su mayoría alienadas, a excepción del dadaísmo, a la Kultur y en contra de la civilización…” (Versión inédita de Un guante para O. Lamborghini).

[7] Diversos aunque extremos, algunos de sus cuentos como “Exculpación del museo” o “Xirden” son Kafka y un poco Deleuze, por su intensa inmovilidad –el primer caso pertenece a Cuerpos inéditos y el segundo a una versión perdida de El vuelo del narrador en la perspectiva de entrar en una ciudad muerta, única para el que espera pero a la que se llega siempre a destiempo. Además, es, ya por el elaborado género policial, ya por la denunciante retórica, un poco borgeano. Igualmente, en “Hombres del nido” (Cuerpos inéditos) un enigma como una lucha, es un perfil-Borges que podemos entrever en, por ejemplo: “Los hombres del Nido... no eran sino una de las expresiones encarnadas de aquello mismo que combatían y fue de mucha ayuda la presencia de ese intruso, ahora llamado huésped... sus hombres decidieron tácitamente hacer silencio por siempre en esa noche que fue su mayor proeza”.
  
[8]A poco de conocida, la vanguardia comenzaba a aburrirme. Nadie quería pelear en serio, era un mundo distinto al que había conocido en los años de plomo. No hay cosa peor que dejar los combates a medio terminar: la literatura estaba en otra parte y prematuramente yo había escrito sobre Murena, Néstor Sánchez, Cerretani y Di Benedetto demostrando que con las teorías de Ricardo Piglia era imposible leerlos” (Thonis en una versión del inédito sobre Osvaldo Lamborghini).